
Por: Emiliano Matesanz
Para mí la diferencia más grande que hay entre África y occidente, es que aquí las cosas se notan, todo salta a la vista, sin protocolo ni falsas apariencias.
El plástico en la ciudad invade las calles, se asienta debajo de las casas y corre por los ríos que lo sueltan como un vómito en el mar. Los árboles crecen descontrolados, hasta al cielo para cortarlo en pedazos. Los niños andan sueltos y sucios, juegan descalzos con sus pies invencibles de uñas negras por las calles polvorientas. Las frutas saben a fruta. El calor no se te quita con la sombra.


Todo es exagerado y todo está vivo. Las casas torcidas quizás no pasen la próxima tormenta, pero sus curvas resaltan la belleza improvisada de quienes viven sin futuro. No se planifica, el presente es urgente y arrebata con violencia la solemnidad a lo que perdura. El sudor huele a sudor y no hay perfume capaz de doblegarlo. Los dolores llegan de golpe y las muelas se pudren y se arrancan sin anestesia.


A veces, después de un tiempo aquí, te das cuenta que los colores se salen de las cosas, el verde se escapa de la selva y se mete en el río convertido en cocodrilo. El marrón se levanta de la tierra y vuela para mezclarse con todos los colores. La vida se escapa de la muerte y nace con más fuerza.


Sierra Leona es un país pequeño del África occidental, fundada para establecer a esclavos liberados; hoy en día es conocida en occidente sobre todo por su cruenta guerra civil, por sus diamantes y por el ébola.
Poco más se sabe de este país maravilloso y joven, de suaves colinas por donde la selva baja en perfecto desorden hasta mojar sus raíces en el mar. Playas de arena blanca que nada tienen que envidiar a las mejores postales de Brasil se suceden en sus largos kilómetros de costa, indiferentes a su gente, que se hacina en ciudades insalubres y sobreviven entre la basura y el dolor, olvidados del mundo.


Niñas que ejercen la prostitución antes de alcanzar la adolescencia, niños de la calle que luchan por la vida en desigualdad de condiciones, como David contra Goliat, niños huérfanos que disparan con su onda al centro del universo, mientras siguen su viaje imposible hasta al final de la noche.


Vinimos a Sierra Leona invitados por el padre Jorge Crisafulli, un misionero salesiano de sesenta años que lleva en África casi media vida. Actualmente dirige el Don Bosco Fambul, un centro que acoge menores de la calle que también son víctimas de abusos sexuales y prostitución. Niños y niñas olvidados de todos, cuya infancia fue arrebatada sin compasión ni conciencia. Deambulan día y noche por las calles de Freetown con su inocencia pisoteada por una sociedad colapsada que avanza ciega dejándolos de lado.


Historias trágicas, que se repiten una y otra vez hasta normalizar lo inhumano. Vidas que se tambalean o se acaban antes de empezar, pero también historias de esperanza, como la de Juan Bosco, un bebé recién nacido, que se salvó de una muerte segura cuando el padre Jorge lo encontró acurrucado junto a su madre adolescente debajo de una mesa envuelta en plástico una noche lluviosa en la ciudad. Una de esas noches que los salesianos salen a patrullar las calles con el autobús del Don Bosco Fambul para intentar sacar a los niños de la calle, con la decisión que sólo tienen los hombres capaces de mover montañas.


Decía Cortázar que de todos nuestros sentimientos probablemente el único que no nos pertenece a nosotros sea la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la misma vida defendiéndose.


Vuelvo a África movido por la esperanza, un sentimiento que no es mío y que me empuja más allá de mis decisiones. Un sentimiento loco, que me aleja de mi familia y de las personas que más amo para dejarme desnudo en medio de esta explosión descontrolada que me levanta con la fuerza irracional que tiene la vida cuando la muerte te prepara el desayuno.
Por: Emiliano Matesanz
Artista juguetero
Sierra Leona, 24 de abril del 2021.